Sin duda, Michoacán para mí significó sumar colores, olores y sabores a mis sentidos. Pero es en estas fechas que recuerdo más el impacto que causó en mi una de las fiestas más esperadas en la región: el día de muertos. Pensé que no sería capaz de encontrar las palabras para compartirles a ustedes parte de las memorias que guardé de aquél momento. De aquella noche.
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| Decoración de dos tumbas en el panteón de Tzintzuntzan. Así de vistosas lucen. Y el calor de las velas hacen que el resto de los colores brillen con intensidad. |
La zona lacustre, zona que comprende varios lugares emblemáticos como Pátzcuaro, Quiroga, Janitzio, Santa Fe de la Laguna, Ihuatzio y Tzintzuntzan, cada año se prepara para recibir a las almas que trascendieron. Almas que vuelan desde hace tiempo libres, ligeras y sin el peso del cuerpo y la vida a cuestas. Esa zona en particular se llena de luz, de calor, de música, de cempasúchil, de fiesta, rezos, lágrimas, ofrendas y diálogos en voz baja.
| Altar de muertos. Uno de los tantos que se pueden observar en Santa Fe de la Laguna, Michoacán. Noviembre, 2017. |
En noviembre de 2018, como parte de "vivir la experiencia antropológica", pero también con la intención de conocer y compartir una de las fiestas más vivas en México, salimos después de mediodía con rumbo a Tzintzuntzan. Fuimos un grupo de antropólogos y antropólogas en formación, con el corazón vibrando de alegría, llenando los cuerpos de extrañeza y un par de sudaderas ligeras para hacerle frente al frio y sentir los frescos vientos de la mañana, vientos que acompañan a los difuntos.
A pesar de ir en grupo, creo que cada quien vivió esta fiesta a su modo. De pronto nos dividíamos y nos incorporábamos a actividades y espacios distintos para luego, en alguna esquina, coincidir unos minutos y platicar de las observaciones y sentimientos que nos generaban andar de aquí para allá. Justo por eso, además de respetar y abrazar la compañía de ese grupo, me permito expresar mi experiencia personal en este relato.
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| Zona arqueológica de Tzintzuntzan, octubre 2018. |
Tzintzuntzan, conocida como la capital del Imperio p'urhépecha, es una comunidad pequeña, pero con una distribución espacial muy peculiar y variada, pues a la entrada, sobre la carretera que conecta con la calle principal, se encuentran los panteones, lugares santos que se impregnan de color los primeros días de noviembre y que hablaré de eso en breve. El contraste, el dato interesante, la belleza arquitectónica viene después, cuando se puede observar al lado derecho el camino hacia la zona arqueológica, las yácatas, y a la distancia, hacia el lado izquierdo el atrio de los olivos, templos y un centro cultural.
Dichos espacios se unifican en noviembre, todo se vuelve parte de la fiesta, luces y calor que emerge de los cientos de velas encendidas, en los que a media luz, circulamos nosotros como almas presentes, expectantes, curiosas y respetuosas. Justo esa diversidad de espacios y actividades, hacen de los recorridos algo mágico.
La gran fiesta, comienza poco después de las 5 de la tarde, con un enorme desfile en el que pasan, una a una, las familias que sufrieron la perdida de un ser querido en ese año. La organización es la siguiente: al frente, va un arco que se adorna con flores de colores y que incluye la fotografía de la persona que trascendió. Ese arco lo sostienen familiares cercanos, detrás van mujeres o niños cargando algunas ofrendas, luego viene el resto de la familia y detrás, siempre, viene música de banda, bandas que son traías de las comunidades cercanas.
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| Desfile, rumbo al atrio de los olivos. Noviembre, 2018. |
Trajes, ritmos, canciones e instrumentos variados. En charlas con pobladores, entre compañeros y profesores, nos compartieron que el acompañamiento musical suele ser financiado por las familias que están en el extranjero y que les es imposible venir para esas fechas, pero que pueden mandar "un dinerito" para la música del tío, sobrino, madre, esposa, abuela, ahijado, vecino, cuñado. Para estar presentes de alguna manera, para que los lazos familiares no desaparezcan.
| Cada arco es distinto, son las familias quienes los diseñan y elaboran para recordar a sus seres queridos. Noviembre, 2018. |
Abrumada por la música, comencé a bajar hacia la calle principal después de aquella hora. Cuando di vuelta en la calle principal y me encontré de frente con tanto movimiento, gritos y música, un cúmulo de emociones se fue directo y sin escalas a mi garganta. A la par de que escuchaba al resto de la gente, ubicada sobre las banquetas, hablando del niño, del joven, de cada persona que se veía pasar en los arcos, en cada fotografía que nos regalaba el desfile.
Unas mujeres lloraban, otras aplaudían, gritaban sus nombres, recordaban anécdotas cortas y experiencias cercanas con quienes ahora ya no estaban. Charlas que se mezclaban con la fuerte música y las tamboras: "tristes recuerdos", "hermoso cariño", "amor eterno", "mi último deseo", "tragos de amargo licor"... canciones que evocaban la vida y gustos de aquellos que murieron dentro o lejos de su pueblo.
¿Cómo cantar y hacer fiesta con el recuerdo de los difuntos? Por años, aprendí que recordar a los ausentes era sinónimo de penas y llantos, de pesares en el corazón. No de fiestas y mezcales, ni de pozoles, panes o café de olla rumbo a las celebraciones. Lloraba, cantaba, ¿Qué podía hacer para acompañar aquella fiesta y seguir el paso de las más de 56 familias que en ese año tenían una silla vacía en su mesa? Mientras que buscaba respuesta, llegué al atrio de los olivos.
Y es que el mismo desfile te obliga a fluir y descansar el andar en un patio enorme que está frente al Ex-Convento de Santa Ana. Ahí, la escenografía era sencilla: un templete, y a su alrededor, el acomodo de cada arco y miembros de la familia. La celebración religiosa comenzó, pero al observar los rostros y compartir esos sentires, la celebración pasó a segundo término. Deambulé atrás de la media luna formada, viendo cómo los músicos descansaban un poco, los niños aprovechaban el atrio para correr y cómo el cielo nublado hacia juego con lo verde de los árboles que han estado ahí cientos y cientos de años.
| Pequeño descanso mientras se da la celebración religiosa en el atrio de los olivos. |
El viento fresco, de esos que caen por allá luego de una buena lluvia, daba ese toque solemne y nostálgico. La celebración hecha en español y purépecha nos hacía el tremendo recordatorio que el suelo que pisábamos en ese momento era sagrado. Luego de la bendición del Padre, el desfile tomó su curso y mientras que la formación concluía, unos cuantos de nosotros salimos del atrio antes, para apartar un buen lugar.
Ya la noche nos visitaba, la iluminación venía de algunos puestos y focos de la calle principal. Pero esas luces, tal vez tenues, servían para resaltar ese color del cempasúchil en los ramos cargados por mujeres. Era el olor el que te guiaba con sus familias, era el olor el que me guio al camposanto. Personalmente, entrar a un panteón de noche era inconcebible porque la única sensación que recorría a mi cuerpo era el miedo. Pero al encontrarme ante esa gran luz, me fue imposible quedarme inmóvil.
Sea por el respeto o por lo aprendido en antropología, la costumbre de pedir permiso a cada sitio sagrado que visito me acompaña siempre. Y en esa ocasión, no podía ser la excepción. Mientras que mis pasos trazaban su propia ruta y mi mirada intentaba captar todas aquellas imágenes, en mi corazón se hacía la petición de entrar, en total respeto, a ese lugar. Procurando no molestar, sino conocer y compartir de esa experiencia.
El paisaje era simplemente maravilloso. Era inevitable pensar en toda la dedicación, el tiempo, la creatividad, las distancias recorridas para que esas flores, velas, ofrendas, familias enteras, llegaran hasta ahí, para tomarse uno, dos, tres días para decorar esos espacios de silencio y descanso que cada noviembre se vuelven luz. De verdad que el pensamiento va y viene entre cada tumba visitada, y los pies cada vez trabajan más en encontrar camino para no tirar ningún pétalo, ninguna flor a su paso.
| El cuidado, acompañamiento y el respeto a sus difuntos queda a cargo de toda la familia. Incluso, de las más pequeñas. |
Las familias, como es la costumbre, se quedan toda la noche con los suyos. Y por ende, no puede faltar la música. ¡Aquello se vuelve una gran fiesta! El desfiles de horas atrás apenas era una introducción de lo que nos esperaba. Me esperaba.
Por la cercanía, y aceptando la invitación a acompañarles, estuvimos unos minutos con Matilde y Cayo, una pareja de artesanos de Tzintzuntzan a quienes queremos y aprendimos de su quehacer con profundo respeto en su hogar. Matilde y Cayo aceptaron con gusto una pequeña ofrenda que formamos con fruta y veladoras, justo para seguir iluminando el espacio de sus seres queridos. Luego de unos minutos de estar ahí, en silencio y breves charlas, nos despedimos para seguir con el recorrido.
Hago una vez más la mención de la luz porque realmente es especial. Es cálida, y en esa noche te permite ver cosas que muchas veces tratamos de esconder como lo es el miedo a la muerte, su misterio, el respeto o la evasión a no pensar en lo que viene después de que nuestro cuerpo repose con otros y otras que jamás vamos a conocer. Ese temor, o dudas, que muchas veces nos envuelven, en esas noches y en esos sitios, nos atrevemos a caminar tomados de nuestros andares, de la vida misma. Viendo nuestro futuro: el descanso.
Por eso mismo, y luego del atole, preferimos buscar qué cenar. Así que, con un pequeño golpe de suerte, nos encontramos una parte del "grupo antropológico" y sin pensarla tanto, nos quedamos por ahí, en lo que se podía definir como un corredor de comida, para disfrutar de un glorioso pozole. Sin caer en el cliché, pero valiéndome un poco de él, cualquier banqueta es buena para una antropóloga. Y me quedé sentada, con el plato de pozole en mano, viendo la gente pasar.
Familias enteras seguían deambulando. Con sorpresa, siempre. Con cansancio, tal vez. Sus rostros decían mucho de lo que era Tzintzuntzan en ese momento. Había quienes hacen de esos recorridos toda una tradición. Había otros que, como yo, era su primera vez. La maravilla de estar ahí, y las emociones que se generaban al ver, escuchar y sentir, es algo para compartir cada que se tenga oportunidad. Así, como ahora, en este escrito.
Otro de los grandes atractivos de Tzintzuntzan es su zona arqueológica. Suerte tuvimos de subir a ella por la tarde, cuando no había nadie. Y fue que pudimos tomar un centenar de fotos, ver el lago desde la cumbre. Porque en la noche, hubo un show de luces que iluminó las yácatas. Apenas intentamos subir, cuando nos encontramos con una fila inacabable de personas queriendo entrar a la zona. Que entren ellos, pensamos. El honor lo tuvimos nosotros mucho, pero mucho tiempo antes.
Lo que ya no recuerdo es a qué hora exacta de la madrugada contemplé el video mapping que reproducían cada determinado tiempo sobre la fachada del Ex-Convento de Santa Ana. Será por los árboles, será por el gran espacio y su poca concurrencia a esa hora, pero el viento era más fresco. Y era justo eso lo que nos mantenía caminando, intentando ir a lugares más tranquilos. Por eso es que dimos una visita rápida al Ex-Convento.
De entrada, los lugares que fueron convento confieso que me dan temor. Por tantos y tantos secretos, historias y amores escondidos entre esas paredes. Pero recorrer sus pasillos y escaleras en la noche, es otro sentimiento. Bien recuerdo que había una pequeña exposición fotográfica, iluminada por veladoras y caminos de cempasúchil en el piso. El frio generado por la cantera era ligero, pero misterioso. Poco tiempo pude andar por ahí, aún y cuando estuve acompañada.
| Cempasúchil, la flor más bella en estos días. |
El camino por el que cruzamos el atrio de los olivos lucía tranquilo. Y al final, estaba de nuevo el ir y venir de visitantes. Y digo visitantes, porque los tzintzuntzeños estaban, en su mayoría, en los panteones. Para ese momento, ya eran casi las 3 de la mañana. Y nos faltaba el otro panteón por visitar. Era de esperarse, otra fiesta. Me parece que alcancé a percibir un par de mariachis, y justo al otro cuadrante, un grupo pequeño de mujeres se unían para rezar el rosario.
Todo era fascinante, y fue hasta las 4 de la mañana, que la circulación fue menos. Aún así, alcancé a percibir un par de autobuses que procedían de Guanajuato y Guadalajara. Eran los guías quienes indicaban a la gente que podían estar por ahí poco menos de una hora, para seguir con el viaje. Muchos de los vendedores que ocupaban la calle principal ya se habían ido. Todas las luces estaban encendidas, así que ocupamos la calle, con más calma, para llegar a los mercados. Era de esperarse, estaban cerrados, pero sirvió de punto de encuentro para ubicar al resto del grupo que andaba perdido.
Ya de ahí, con unas cuantas botellas de charanda, bebida típica de Michoacán, comenzamos nuestra propia fiesta. Aún con el frio y el cansancio, hubo tiempo y ganas de mover los pies, de usar la poca energía de una bocina y poner música norteña, quebraditas, banda, corridos, mariachi, baladas, boleros. Cantar, bailar, aprender cumbias, intentar unos cuantos pasos de salsa... Todo nos salió muy bien.
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| ¿Ya me creen si les digo que íbamos en grupo? El mezcalito y la cerveza no pudieron faltar para resistir el recorrido. |
Dormí, a lo mucho, una hora. Varios del grupo siguieron visitando los panteones. El día comenzó (o será que ni siquiera supe cuando había acabado) nublado. Con vientos frescos, una masa espesa cubría el lago. A lo lejos, pudimos contemplarlo. Todos, en silencio y con los ojos chiquitos, colgando la vista en las ventanas de una casa en construcción a la que tuvimos el honor de acceder para dormir un poco.
Siento, pienso, leo, que apenas reflejo un poco de lo que esa noche significó para mi. La cantidad de sentimientos encontrados siguen aquí, en cada fotografía que miro, en cada olor que recuerdo, en cada viento que percibo.
Andar en un lugar como Tzintzuntzan es sentir que la vida nos permite guardar en la memoria algo más que paisajes.




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