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Aún no aprendo a dormir bien

La noche. La mejor oportunidad de descanso. El momento cumbre en donde, se supone, reposa nuestro cuerpo. Nos preparamos quitando la pesadez del calzado, lo apretado del cinturón o pantalón. Buscamos la ropa más holgada, más cálida que tengamos, abrimos o cerramos la ventana o puerta, según la temperatura del espacio o del ambiente. Al fin, la cabeza rosa con la almohada, pero... ¿Es todo? No. 

Desde el atardecer, entregaré a la noche lo que soy.


    Intentamos buscar la mejor posición para dormir. Hay quienes sus rostros se iluminan un buen rato con la
 pantalla de su celular o en la lectura de su libro que aún no logran terminar. Una, dos, tres almohadas en la espalda, a un costado, abajo de los brazos, abajo de las piernas (por aquello de estimular la circulación). Qué se yo. La preparación para dormir implica tener un ritual propio.

    Acercas un vaso de agua, bebes un poco antes de apagar la luz, soltar el celular no sin antes, contar las horas que quedan entre que cierres los ojos y la alarma suene. Todo pareciera tan lindo, tan sencillo, tan relajante. Pero para un buen porcentaje de la población, dormir no es tan pelada como se dice. Al menos, no para mi.

    Tan grandota y aún no aprendo a dormir bien. Y no es que haya un manual para lograrlo, pero a la mañana siguiente, o incluso en la madrugada en mis despertares instantáneos, lo se. Admiro mucho a quienes si caen rendidos, que ningún ruido externo les perturba o que amanecen en la misma posición. Yo no, no soy así. Y por eso, escribo.

    No crean que escribo en la madrugada, cuando se me va el sueño, o despierto a las 5 de la mañana. No, no, no. A esa hora no hay ni ganas ni ideas para ser creativa. No se me da eso de "productividad 24/7", no soy tan esclavista. Aunque no parezca, me respeto. Esto lo escribo a mediodía, cuando tengo más lucidez y puedo enunciar el difícil arte de dormir. 

    Boca abajo, me ahogo y me tuerzo el cuello. De lado, hacia la izquierda, siempre he tenido la creencia de que apachurro mi corazón y qué oso que un día muera por esa razón: ¡por no dormir en la posición correcta! Boca arriba no me gusta dormir, pienso que el techo es muy aburrido y no me comunica nada. Bueno, ¿Qué me queda? De lado, hacia la derecha. Ahí no aplasto nada, me quedo más segura de no hacerme daño.

    Con la mano derecha sobre la almohada. Y ahí empieza lo complicado. Siento la mano torcida y un mensaje que no respondí. La espalda chueca y esa amiga con la que hace años no hablo. Mi rodilla izquierda encima de la derecha y el ruido de los noticieros que ve mi papá en la sala. La liga que no quité de mi cabello y la salud de mi familia. Pues no, no puedo dormir.

    Y es que poner orden a la cabeza es más difícil que encontrar la mejor posición para dormir. Y me divido: lo que hice hoy, lo que no alcancé y se queda como pendiente para mañana (o si se puede, para el siguiente mes), lo nuevo que quiero hacer, la receta que quiero probar o el chocolate que quiero derretir. Y eso es decir poco. Esto no es una confesión, pero si pesan más cosas.

    ¿Qué hacer con eso que se va a dormir conmigo, contigo? Siento como si cada cosa se sentada en la orillita de la cama, y nos viera con ojos luminosos, como para no dejarnos estar en calma. Como si movieran suavecito las sábanas, para no olvidar su pendiente presencia. No desaparecen, nada se resuelve desde la cama. Pero ahí está.

    ¿Qué le pasa al cuerpo, y más específicamente a nuestros sentidos, al quedarnos en vela un par de horas? Se expanden, se viven en su máxima expresión. Parece que fantasmas aparecen en la habitación, que escuchamos el caminar de las arañas, que sentimos el hilo más fino en la almohada. El tic-toc del reloj de la cocina se traslada a mi pared, intercambia el lugar con mi atrapa-sueños y ahí se queda, diciendo que pasa el tiempo y no hago nada. 

    Que es el tiempo quien ejerce el control sobre mi. Y me da tanto miedo, que el corazón copia el ritmo del reloj. Lo pierdo, deja de ser mío para obedecer un objeto de la casa que, por supuesto, es el dueño del mundo. El viento de allá afuera me dibuja en la ventana las formas más extrañas y sublimes que puedan existir usando de modelo el árbol del patio. 

    Y ahí estoy yo, con esa pantalla entera para mi. Con las cortinas puestas, teniendo tan claro el panorama: no puedo dormir. Me mudo a la sala, me quedo sentada, me llevo mi colcha, a veces solo mi almohada. Y nada. Solo me ayuda a estirar mi cuerpo y volver a tomar forma por medio del calorcito que dejé en mi cama. Ahí me quedo esperando el milagro. Intentando no ver el teléfono para que no me espante el sueño. Más.

    Me escucho, platico conmigo. Enlisto eso que me pesa, quito responsabilidades, construyo un muro en donde nada cruzará si no es algo que yo pueda resolver. En donde nada tiene validez si no depende de mi. Y el sueño apenas se asoma por debajo de la cama. Y sigo. Me hablo con amor, con destreza, con paciencia, para filtrar mi día de lo no es bueno para mi.

    Para reconocer esos aspectos que van madurando en mi, y los que no. Lo que es de los demás y mis múltiples reacciones. O las veces en que he dejado mi paz en manos de comentarios absurdos. Pero vuelvo a filtrar, a sanar. Y siento como esa parte de mi, la que quiere dormir, me escucha y se consuela. Siento como el cuerpo se aparta de esa rigidez o negación en la que está y cede. Siento como el reloj regresa a la cocina y el atrapa-sueños está listo para lo que queda de noche.

    Esto no me sucede siempre. Pero cuando me veo así, me asusto, me pongo en alerta, recuerdo lo que hice la noche que me vi en las mismas condiciones. Y vuelvo a abrir mi corazón.



 

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