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Mi cuerpo está aquí, pero a veces mi sensibilidad viaja al centro

Estoy que muero de ganas por compartir lo que recientemente me está sucediendo. Bueno, creo que no es tan reciente, pero cada vez me hago más consiente de ello. Sucede que a la Ciudad de México le tengo un estima total. Sin querer, CDMX se convirtió en mi mejor terapia cuando por dentro moría de miedo de volver a abrirme al mundo. Mi primera visita fue en julio de 2011, para mis primeras prácticas de campo.

    Torre Latinoamericana, tomada desde Palacio de Bellas Artes

A pesar de que iba acompañada de compañeros y compañeras de antropología (saludos y mucha luz: Paco, Ileana, Claudia, Manuel), la ciudad siempre se me presentó en solitario. Era como de esos encuentros en donde nada más estas tu y ella. Yo y la gran ciudad. 

    ¿Cómo puede una ciudad, ese pequeño punto en el mapa, en el centro del país, convertirse en algo tan caótico, tan lleno de sensaciones, de olores, de gritos, de colores, de performance, de temperaturas, vientos, granizo, lluvia y calor en un solo día? Si me pidieran definir la magia, diría que CDMX la tiene.

    Son varias las veces que he tenido la bendición de ir, de recorrer lugares distintos, en varios momentos del día, pero casi siempre en solitario. Saber de los peligros que engloba la gran ciudad, ha hecho que mi cuerpo encienda todos mis sentidos al andar por allá. Llevar lo indispensable conmigo, ir por calles transitadas, que no sea noche cuando tenga que salir, cuidarme a la salida y a la entrada de cualquier estación del metro. En fin.

Palacio de Bellas Artes

La capacidad de asombro no se crea ni se destruye, solo se contrasta. Estar a las afueras de Palacio de Bellas Artes es contemplar, la arquitectura. Su pureza, su finura. Pero hay más. Si nos queremos poner curiosos, podemos desnudar Palacio con la mirada, imaginar sus estructuras, en el primer diseño que giró en la mente de sus creadores. Cómo y cuándo lo pensaron, para qué lo pensaron. Quiénes han tenido la fortuna de pisar esos escenarios... o quienes lo han convertido en su última morada.

    Una de las veces que fui, en 2018, comiendo un deliciosos esquite y con la lluvia calmada arrullando La Alameda Central, me acerqué a las puertas de Palacio. Aquello parecía un remix musical. Por un lado, había un par de jóvenes con violines y flautas transversales, compartiendo piezas de música clásica. A escasos dos metros, una pequeña batalla de freestyle se daba y alrededor hombres, mujeres y niños escuchando con atención. Y con tremenda emoción, una niña en los hombros de su papá expresaba en su oído "papá, yo quiero hacer eso".

  Si me pusiera a redactar la bola de anécdotas que tengo en CDMX, no acabaría. Y bien puedo dejarlas para otros momentos en este mismo blog. Prometo que haré memoria. Al punto que quiero llegar, es que esa ciudad en particular ocupa gran parte de mis pensamiento con frecuencia. El habitarla, ya sea por horas, semanas o días, me ha permitido ir y venir el sus calles, en su gente, en sus banquetas.

    Justo esos recuerdos, me han provocado últimamente algo muy bello. Pasa que ahora, estando en casa, comienzo a narrar lo que allá está sucediendo. Necesito cerrar los ojos y transportarme: "llueve, pero no corre el viento, aún la gente transita por la 5 de mayo y huele a café". ¿Qué estoy diciendo? No lo se, pero lo estoy sintiendo. De verdad, mi cuerpo está aquí, pero a veces mi sensibilidad viaja al centro. Y siento la humedad en mis pies cuando piso un charco, y huelo si paso cerca a unos tacos.

    Los perfumes de quienes andan en la Francisco I. Madero son varios. Muchos de ellos no me gustan, los rechaza mi nariz y me hacen estornudar. Siento el calor que generan sus cuerpos, todos caminando en distintas direcciones, a velocidades diversas. No sé como explicarlo, simplemente regreso a esos lugares pero no me alimento de mis recuerdos, sino que presiento lo que es ahora, en tiempo real.

Entrada del Museo de Antropología

    La CDMX me parece húmeda, el cielo así lo indica. Así que tal vez, por la noche llueva, pero por ahora hay que disfrutar que el cielo ilumina otros espacios, pero no la calle en donde voy pasando. Me dejo guiar por los olores. Comienzo a salivar como si realmente estuviera allá, como si trajera dinero en la bolsa y de la manera más fina poder ordenar "jefe, me pone dos de chicarrón con harta salsita verde".

    Eso es lo que agradezco de la ciudad, que me enseñe a viajar con mis sentidos, que se impregne en mi su gente, sus conversaciones, preocupaciones, gestos y gritos. El taxista enojón, el don de los tacos con esa destreza para servir, la doñita que compra empanadas, la chica que carga sus libros, pero su mochila la trae vacía, el morro que trae puestos audífonos más grandes que su cabeza. La niña que va tomada de su mamá, pero con la cabeza viendo hacía atrás, donde estaba Elsa y Ana.

    Creo que eso es vivir: memorizar, volver a sentir. Es pertenecer, adaptarte, describir y guardar la imagen con el texto. Esquematizar dos ciudades. La que hay arriba y la que está bajo nuestros pies: el metro. Es otra dimensión en la que me hago más consciente de mis pies y qué tan rápido puedo andar. Con la vista en todos lados, pero con la dirección muy clara en mi caminar. Queda prohibido ir lento si voy a trasbordar.

    Si mi teletransportación me deja allá cinco minutos más, me gustaría andar por mi lugar favorito para perderme: Pantitlán. En el cruce de varias líneas, los colores dejan de importarme. De todas maneras me voy a confundir. ¿Por qué todos ahí si tienen claro a dónde van y yo no estoy segura si estoy dentro o afuera de los torniquetes? Aguarden, creo que ya se cómo salir de la línea rosa. ¡Campeona!


    Será que ahora, en estos momentos de estar en calma, de pausar un poco y de ver la vida pasar, o echar la mirada hacia atrás, es cuando se extraña y se valoran los días en los que pisé otros suelos. Tal vez, esa sea la razón de que ahora mis sentidos despierten a ratos y me lleven para allá, y me ayuden a recrear emociones y sentires que todavía me faltan por experimentar.

    Mientras que estoy en la cocina de mi casa, trataré de ayudar al señor que vende fundas para teléfono bajo su lona color azul. "Mamá, el viento viene en la dirección donde él está y no va a tener tiempo de cubrir todo de la lluvia. No viene fuerte, será un momento, pero los hará correr... ahora si está fresco".

    Voy y vengo, voy y vengo.






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